El naufragio del Doctor Martín (Capítulo 1 de 4)

1.-

Mientras subía las escalerillas que daban al estrado, el doctor Martín se dio cuenta que las palabras se le deshacían en la boca a medida que trataba de masticarlas para darles sentido, al igual que el ritmo se volvía un ente mutante y ajeno cuando trataba de construir las frases... Tampoco lo ayudaba el entorno lleno de lenguas desconocidas hablando en palabras que nunca había escuchado, que lo encandilaban con sus variantes abstractas de entonaciones, sílabas, golpes de lengua y sonidos del paladar.

El Doctor Martín se puso sus gafas y bebió agua procurando aparentar tosca parsimonia, mientras entrecerraba los ojos y buscaba encontrar su propia voz entre el estruendoso murmullo de babel que lo rodeaba, que lo observaba sordo como una gran masa que en su diversidad iba perdiendo la forma hasta volverse una sola esfera amorfa que mutaba como una gran sombra y lo observaba con un gigantesco ojo multicolor, "como un microscopio, o algo así" se le pasó la imagen en un destello mental.

Dos, tres, cuatro, cinco segundos estupefactos... Martín carraspeó un momento, reacción aún más instintiva que la del vaso de agua. Ya perdida toda visión de individualidad o certidumbre, esperó que sus oídos le dieran una respuesta de parte de ese monstruo observador que esperaba una señal para devorarlo o dejarlo ir. Martín levantó la vista y pudo observar al auditorio: enorme, gigante, con sus reflectores tostándole la piel y las cámaras de cuatrocientos doce canales del mundo mirándolo de frente. Reprodujo de memoria el movimiento de su boca y de su garganta para articular frases que en ese instante no pudo escuchar.

"Señoras, Señores... He venido acá..."

El silencio sepulcral que se formó de pronto le produjo, extrañamente, un pitido en la oreja. Mucho mas tarde, cuando todo había terminado, pensó que ese pitido ya estaba ahí antes de que se acallaran las voces, pero en aquel momento fue suficiente para aislarlo, ya de las luces, de las palabras, sólo sintiendo el eco interior de su voz y el olfato de la madera, del sudor y del aire recalentado por los reflectores de la TV.

El silencio, el pitido, la luminosidad, el polvo, el no encontrar ya nada razonable en la palabra memorizada, el naufragio del sentido que había leído en los filósofos postmodernos y del que había hablado tantas veces con sus colegas bebiendo café o cerveza negra. Todo ese lago de cavilaciones de pronto adquirió sentido, al fin tomó forma más allá de las abstracciones, entre un parpadeo y un carraspeo pasó desde atrás de su cerebro a la parte delantera.

Pudo sentirlos a todos, desde Foucault a Derridá, tan sólidos como el olor a barniz que le entraba por delante de la nariz, tan claro como el pitido, pudo verlo omnipresente en la masa de escépticos que lo miraban desde todos los estrados de las Naciones Unidas, en cada cientista político aceitado mirándolo desde los canales de televisión y periódicos del mundo, El Doctor Martín pudo sentir la posmodernidad como nunca y fue en este proceso que comenzó a olvidar su discurso pacifista mientras ya acostumbrado al candor de las luces pudo observar que el embajador de los Estados Unidos y el de China, protagonistas de la crisis nuclear que lo había llevado a hablar en ese lugar, iban ambos vestidos con el mismo terno Armani... y se dio cuenta que lo sabía porque él tenia el mismo modelo en su closet.

Fue en ese momento cuando comprendió a los posmodernos, y pasó alrededor de medio segundo de silencio sepulcral entre que el olor a madera fue interrumpido por el fugaz golpe de una ligera brisa de uno de los ventiladores y el instante en que el doctor Martín se dio cuenta de que todos esos libros eran, en realidad, extremadamente sencillos. Y no solo eso: eran también absurdos, totalmente poco constructivos, al igual que el terno Armani con rayas color marfil que llevaba el señor Rogers y el señor Wang: el objeto de consumo de una Elite, innecesariamente costoso y dificultoso de utilizar, una verdadera joya del corte, y como ella, igual de inútil a la hora de trabajar por el desarrollo de los pueblos. Para entonces habían pasado alrededor de ocho segundos de silencio en que el súbito naufragio de lucidez lo hizo beberse de un trago toda el agua del vaso, para luego saltarse el protocolo y el discurso.

"Desde acá me cuesta escucharme, me cuesta hablarles, me cuesta mirarlos, lo único que veo es una gran masa negra de consumidores que me miran con un solo ojo… Creo que se parecen a un microscopio y yo creo que ahora soy tan importante para ustedes como una bacteria, pero la verdad es que no me importa mucho, porque cuando me baje de acá volveré a ser parte de la sociedad y quizás me tome un café cortado en el Starbucks de la estación del tren.
Antes de empezar mi exposición solo quiero decirles que ya no vale la pena que pensemos en guerras, porque creo que ya no nos queda nada valioso que perder o quitar, porque hoy en día más o menos habitantes en este planeta no harán diferencia en el punto muerto al que ha llegado nuestra especie, hagamos lo que hagamos no seremos más que un gran rebaño que dentro de lo posible se vestirá en Armani o, si no tiene los fondos, tendrá que conformarse con una tienda de descuentos... Por eso no vale la pena una guerra de exterminio: porque no haríamos gran diferencia y en el proceso quizás los Osos Pandas se extinguirían, lo que no seria bueno porque los Pandas son bonitos. Muchas Gracias."

Se quedó un instante en silencio y luego empezó a buscar en sus hojas la exposición sobre los peligros de la carrera armamentística y el enriquecimiento de plutonio, pero un murmullo que se transformo en una carcajada enorme y un ensordecedor aplauso de parte de la asamblea le obligó a sonreír y, en la medida que esta no se detuvo en los tres minutos restantes, estuvo obligado a bajarse del estrado sin siquiera haber empezado a exponer, mientras saludaba atribulado a todo el público que riendo aplaudía como si fuera un concierto mientras los representantes de los Estados Unidos y China se abrazaban riendo y se acercaban a saludarlo bajo el destello enceguecedor de los flashes de la prensa.

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