La Luna es una taza de leche.

Y la polaroid esta tumbada detrás de una botella llena de agua vieja, mientras el televisor encendido chicharrea acerca de volcanes que explotan y violadores que se suicidan, y en algún lugar de la vereda alguien se está emborrachando, en toda esta escena de plástico y maderas barnizadas, donde esta todo lleno de polvo, de migas en el suelo, de sonidos de toses lejanas, de todos los enfermos que se ocultan tras las micros y el concreto resquebrajado por el silencio...

Las ventanas veladas, iluminadas las cortinas de cien colores distintos, que ocultan televisores y lámparas prendidas, en todas esas casas anónimas que desbordan de libros con las tapas roídas, de fotografías y recuerdos que se erigen en el silencio de la herida pasada, esa que todavía sangra y nos mancha, nos ensucia de pena con su dolor de madre, con su cicatriz de genocidio. Que nos llena de rabia, que nos restriega por la cara esa utopía de guerra fría que ya no fue, que nunca fue, que nunca es, y que con su fracaso va embrujando así los destinos de sus hijos, llenando de etiquetas la rebeldía, encerrando la subversión en una chapa de feria artesanal corporativa, y sumergiendo en las profundidades de dolores ajenos a las cabezas de los niños alados.

En dolor... en dolor de madrugada de otoño que nos sumerge el paisaje generacional en la influenza y estridencia de los grandes edificios de cristal que tapan el horizonte y llevan por raíces a supermercados con nombre de santo, y que desde lo profundo claman con sus siempre cambiantes rostros de farándula “Oh señor, oh señor, que carne molida mas conveniente, oh señor, y solo por hoy, Oh señor...”.

Así se nos pasan los amaneceres con los brazos abiertos, mientras todo va sumiéndose en ese gran rostro que dicen que nos observa desde el cielo todas las mañanas, ese que a todos nos enseñaron desde pequeños a no mirar y que nadie sabe donde vive, que nos hace andar con la vista fija en el suelo del camino a cualquier parte, donde nos dicen que el dice ya estar, y que mientras tratamos de no verlo se nos olvida mirarnos los rostros.

Dicen los entendidos, que en los carros al matadero el ganado siempre va mirando al horizonte, y se mantiene así aún después de que lo degollan, y quien sabe si todavía lo esta haciendo cuando ya molido, es sopesado en pequeñas bandejas de plumavit, destinado a terminar en alguna salsa, de algunos tallarines, de alguien mas que mira silencioso al horizonte... Pero es difícil evadirse, cuando vas a sesenta kilómetros por hora, en un carro donde no hay ventanas por donde poder saltar.

Dicen los entendidos, y en realidad no hay que serlo para saber, que si las vacas se pusieran de acuerdo, bastaría que todas dieran un empujoncito para poder volcar el camión y volver al los campos libres a comer pasto fresco y dormir tocando las estrellas.

Pero no lo hacen, porque les enseñaron a no hacerlo.

Porque enseñar se trata de condicionar, porque los viejos santos medievales enseñaban que los reyes venían del cielo y porque hay mucha sangre en cada producto en oferta, aunque sean duraznos en conserva... Las apariencias engañan, las etiquetas mas brillantes también, al igual que el negocio de las ferias artesanales y el mito tan extendido de que las vacas se dejan conducir tranquilas al matadero y nunca vuelcan camiones o empalan con sus cuernos a uno que otro matarife desgraciado por las malas condiciones laborales de los (enormes) mataderos del tercer mundo.

Y es que en realidad en el cielo no hay rostros omnipotentes.

Lo que realmente hay en el cielo son miles de colores distintos cada vez que atardece y amanece, millones de pájaros que vuelan libres, sin nación ni pasaporte, porque en el cielo no hay nada definitivo, porque la mitad del tiempo hay un gran plumón celeste al que se le escapan las plumas todo el día y se van por ahí formando elefantes.

Porque cuando anochece el cielo es terciopelo negro, todo lleno de gotas de lluvia suspendidas alrededor de una perla enorme, que tibia como el tazón de leche que es, se filtra lentamente por aquellas cortinas cerradas, esperando el momento en que las viejas heridas troquen la sangre en cicatrices sabias y entonces ya libres de santos farsantes y las manchas del triste pasado, los niños con alas abran las cortinas y sin pudor vuelen a colgarse de la luna y por fin tomar leche con vainilla.

2 comentarios:

Jon Nieve dijo...

que cosas mas preciosas

Camila dijo...

ME ESTOY TOMANDO UNA LUNA CALIENTE

ahora entiendo tu hielo de los mártires, lo hiciste aproposito?